Arremangarse los vaqueros que descalza la
playa se amolda a los pies; el mar es intratable en la extensión fría, pero la
arena húmeda recibe. Resta un tramo de caminata hasta los barcitos de la costa
y el mediodía invade el aire con el olor a pescado frito, fresco. La bajada
trae el alerta, el imprevisto moverse de los cangrejos y ráfagas heladas,
impensables para dormitar el cansancio; anárquicas levantan en la sequedad de
los médanos restallantes remolinos. Mientras encuentre plácida esas andanadas
-se dice como quien se mide en lo externo- la carne no será crepuscular. La
caparazón de un erizo frágil pero intacto toca en su bolsillo, una mesa afuera
busca, dispuesta a la intransigencia con el viento, servilletas para escribir o
entrar a espiraladas sensaciones. Pero todavía, no se ha ganado ese instante de
compensación punzante o maravilloso que traspasa la simpleza; nada aún sino el
foco sobre algunas acciones mínimas, accesos que tientan rugosos paralelos.
Sólo el movimiento que ablanda y desmarca y deja que llegue lo real, el
mediotono inoculador de la caminata y el día, la escalera solar por donde
reptan sus animales nocturnos. Nada sino el tiempo sorbido en los olores en la
erosión tangible de la playa; nada excepto el momento en que las cosas suceden.