Hay una ducha al fondo de la casa y cada
tardecita, después del calor, el río, los mates, las conversaciones sudorosas
en el porche, es la hora del baño. Atravieso los ligustros, dejo la toalla en
una rama, el jabón sobre un tronquito hachado al ras; un mínimo preparativo
antes de hacer correr el agua. Fría al comienzo, después más tibia llega la que
el sol abrasó en el tanque de fibrocemento el día entero. Al aire libre la caña
de ámbar vuelve encantamiento, el rito diario. No sabe nadie, nadie presencia
mi tarde detrás del arroyo; piedrita que alguien regala y al aceptarla toma la
forma de tu mano; no tiene valor, no se cotiza ni siquiera se pone en una
vitrina de objetos exóticos; se vive con poco, con nada se hace un reino.