Gradualmente,
el hermoso universo fue abandonándolo; una terca neblina le borró las líneas de
la mano, la noche se despobló de estrellas, la tierra era insegura bajo sus
pies. Todo se alejaba y se confundía. Cuando
supo que se estaba quedando ciego, gritó; el pudor estoico no había sido aún
inventado y Héctor podía huir sin desmedro. Ya no veré (sintió) ni el cielo
lleno de pavor mitológico, ni esta cara que los años transformarán. Días y
noches pasaron sobre esa desesperación de su carne, pero una mañana se
despertó, miró (ya sin asombro) las borrosas cosas que lo rodeaban e
inexplicablemente sintió, como quien reconoce una música o una voz, que ya le
había ocurrido todo eso y que lo había encarado con temor, pero también con
júbilo, esperanza y curiosidad. Entonces descendió a su memoria,
que le pareció interminable, y logró sacar de aquel vértigo el recuerdo perdido
que relució como una moneda bajo la lluvia, acaso porque nunca lo había mirado,
salvo quizá, en un sueño.
Jorge Luis Borges